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Se consagró como una representante del arte autóctono mexicano junto con su marido, el también pintor Diego Rivera, compartiendo la historia y la inspiración por un legado de arte de la post revolución mexicana.
Frida Kahlo llevó sus obras desde tierra azteca hasta el mediterráneo, su temple trascendió al idioma, con su sola presencia armaba una exposición itinerante de sus raíces, el arraigo a su cultura y la desnudez biográfica de una vida llena de retos, polémicas, enigmas y admiradores que despertaron interés tras su muerte.
Con la frase “Yo no pinto lo que sueño, yo pinto mi propia realidad” la pintora definió su estilo que hoy es cobijado en la casa familiar de Ciudad de México que se convirtió en el Museo más que de sus obras, de su propia vida. En ese espacio se exhiben las colecciones de piezas prehistóricas, vestidos, juguetes, y un registro necesario de su convivencia con Diego Rivera.
Desde los seis años la mujer padeció de poliomielitis, la enfermedad y otras trágicos episodios en su vida le impidieron ser madre, la obligaron a reposos prolongados en cama, en silla de ruedas, pero nunca dejó de expresarse sobre el lienzo de los colores y formas que transcribían los sucesos que marcaron su vivir.