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En la década de los noventa tenía una empresa en la que mis socios eran a la vez mis amigos. Desgraciadamente la economía no ayudó y la venta era la mejor manera de recortar las pérdidas. He pasado por las mil plagas de Egipto, no me salvaba de esta y pensé: «este negocio no puede ser otra más en la racha». Publicamos un aviso en la prensa nacional y colocamos la empresa más atractiva de lo que en realidad era. Como todo buen vendedor, y más en los tiempos de crisis, pusimos el negocio «bonito». Nadie ofrece algo diciéndote la cruda verdad, así que para venderlo rápido lo endulzamos. Hoy me doy cuenta que esa «blanca mentira» empeoró la situación. Mientras más millonario lo veían, más se especulaba sobre el dinero que debían tener sus dueños.
Pasaron las semanas y al fin alguien llamó. Cuando esa persona se puso en contacto, enseguida comenzó la negociación. Nos encontramos y se trataba de un alemán que representaba a sus clientes en el interior del país, con quienes siempre manteníamos contacto telefónico, especialmente con un tal Rafael. Realizó inspecciones a la empresa y en varias ocaciones nos reunimos. Planos, presentaciones e intercambio de datos, suministramos todo lo que pudiéramos tener para que la negociación se diera. Por mi insistencia en resolver este negocio, decidí ser el rostro de la parte vendedora . Los números iban bien, estaban interesados, pero el día de la cita no vinieron. El alemán llamó, que uno de los socios se enfermó, se les complicó el viaje y recibí la oferta que no debí aceptar: ¿por qué no te vienes para acá?. Nuevamente, mi insistencia por cerrar el negocio pudo más. Jamás pensé que todo fuera un montaje.
Si me hubiera pasado por la mente mi seguridad personal no creo que hubiera ido. Dos días antes de tomar el avión algo me sucedía, y lo admito con toda la propiedad del mundo, era lo que llaman sexto sentido. Era una sensación extrañísima y muy personal, lo sentía en la piel y hasta en el estómago. El cuerpo me decía no, pero la cabeza me decía debes ir por algo que se llama: Responsabilidad. Siempre me ha gustado viajar acompañado, nunca sólo, pero no sé por qué razón me negué tanto a que me acompañaran. El día antes fui a la iglesia. Era entre semana y a deshoras, así que no había nadie. Me senté a rezar por lo que fuese, no pensaba en la inseguridad sino en el negocio, en que se diera. Esa noche llegué a mi casa y m esposa me lo dijo: «si sientes eso no vayas, al menos por ahora». Pero para mi mala suerte lo hice, Me monté en el avión.
Debo aclarar algo. La necesidad tiene cara de perro y la gente hace cosas que nunca piensa hacer hasta que se encuentra ante una situación determinada. Lo que me llevó a ese viaje fue necesidad, más no avaricia. Necesitaba resolver ese problema, responder con esa responsabilidad que me afectaba. A todos nos estaba yendo mal y todos debíamos dinero. En los negocios siempre he sido conservador, no conocía de créditos bancarios ni de compromisos prestamistas. No me gusta deberle a nadie y cuando me consigo con un negocio que fracasa y se me presenta la necesidad, era un caos para mi. Hoy sé que haría las cosas de otra manera. Aprendí atener malicia por las malas.
De Maracaibo a Caracas, de Caracas al interior del país, un viaje agotador. El alemán se quedo en Maracaibo, pero eso no me extrañó, total, ya el negocio lo concretaríamos sin intermediarios su «cliente» y yo con este viaje. Cuando llegué, lo primero que veo es que no hay nadie esperándome. «¿Qué falta de responsabilidad la de esta gente, cómo se nota que estamos más interesados en vender», pensé. Aguantando la molestia, llamo a Rafael. «Qué pena contigo, no nos vas a creer pero se nos quedó el carro saliendo del centro comercial. Estamos tratando de resolver eso. Si puedes toma un taxi y nos vemos aquí», me respondió.
Era mi primera vez en aquella ciudad. No conocía nada, ni nadie. Tomé un taxi, sólo dije el nombre del centro comercial y al rato llegué. Lo llamo nuevamente y me dicen que están en el estacionamiento, aún con lo del carro. «Sigue derecho y cruza a la izquierda», camino siguiendo sus instrucciones y sin cortar la conversación. Veo un Malibú viejo en malísimo estado, un hombre sentado de copiloto con muy mal aspecto y lentes oscuros, y también a «Rafael», un hombre alto y flaco, vestido con jeans, camisa, sombrero y botas de vaquero. Me hizo señas para que me acercara pero la escena no me gustó, Pude haber inventado cualquier excusa y retirarme, pero la malicia nunca llegó. Hoy reconozco que fue negligencia de mi parte. Un gran error.
En cautiverio
Fui un conejillo de indias. Me monté en la parte trasera del Malibú y cuando el motor se encendió rápido ahí supe que algo estaba mal. El supuesto Rafael iba manejando, no hablaba y se veía hasta nervioso. El copiloto ni volteaba. Ninguno de los dos parecía entender lo que yo les comentaba del negocio. No sabía a dónde me llevaban. Minutos pasaron antes de que el copiloto se volteara, ,me apuntara con un arma y me dijera: «quédate tranquilo, esto es un secuestro, no vayas hacer nada». Rafael lo siguió: «revísalo, no vaya a ser que esté armado». Las instrucciones eran: agachado, debajo del asiento y sin voltear. Siento que comenzamos a subir una montaña hasta que el carro se detuvo, ya yo estaba vendado y encapuchado. No veía, sólo escuchaba. Por los sonidos metálicos, imagino que era una casa con una cerca de latas. Me quitaron la capucha y allí había un montón de personas con diversidad de armas, desde escopetas hasta pistolas, pasando por un par de FAL, armas que utiliza la guerrilla.
Cuando me encarcelaron estaba completamente desnudo. Al entrar al cuarto vi un dibujo gigante de la FARC con la cara del Che Guevara en la pared. No había baño y en los días que duró mi estadía ese detalle fue una tortura. Nunca me golpearon. Todo maltrato fue a nivel psicológico por el soló hecho de estar sometido. Había una ventana sellada de metal y no había forma ni manera de abrirla. Lo intenté, así como también intenté ver algo, pero nada logré. Mis planes de fuga pudieron haber sido más recurrentes si mis días de secuestrado hubieran aumentado.
Era finales de los noventa. Me pusieron un televisor pequeño y a duras penas se veían los juegos del mundial de fútbol en Francia. Veía la televisión pero ni sabía lo que estaba mirando. Estaba perdido. Trataba de aislarme, de cerrar los ojos y decirme: «esto es sólo una pesadilla». El televisor era mi único contacto con el mundo externo, sabía cuándo era de día o de noche por la programación de los canales.
En ese diminuto cuarto habían momentos en que no me importaba nadie ni nada. Pero luego caía en cuenta y pensaba en mis familiares, en mis hijos, en todo lo que pudieran estar sintiendo y en toda la vida que tenía por delante. Allí me entraba la rabia: «me voy a defender como sea». Por la mente me pasó hasta imitar a Rambo y escaparme, pero cuando veía entrar al jefe del grupo hasta ahí llegaban mis fuerzas heroicas. De medidas como las de Schwarzenegger, blanco como la nieve y fornido. Tan encapuchado que soló se le veían los ojos azules como dos metas. Su trabajo era intimidar y lo lograba.
Mi rutina era muy básica. No dormía, y si lograba hacerlo era sólo por demasiado cansancio. Nunca me bañe, ni me afeité la barba. No pedía nada, ni siquiera agua. Pero un día les pedí al menos algo para tapar mi desnudez. Me concedieron un short, dos veces más pequeño que mi talla, pero con eso me mantuve. Era dormir en el piso o hacerlo sobre los espirales de lo que parecía haber sido un colchón, así que un día les pedí que me prestaran al menos un chinchorro. Aquello les causó curiosidad y hasta risa, pero me lo trajeron. Era de nylon y súper pequeño, como para niño.
El calor de día era grotesco, como si fuera un horno de cincuenta grados centígrados, y en la noche era peor, todo el vapor del suelo salía a flote y sentía que me faltaba el aire. Cuando me llevaban la comida, siempre lo hacía una persona que parecía estar exclusivamente para eso. Sin armas, siempre entraba tapado, hasta que un día se le olvidó colocarse la capucha. Mi sorpresa fue verle la cara al entrar. No dije nada, trataba de no mirarlo. Nunca se percató de su descuido hasta que salió, cuando los de afuera se dieron cuenta. Me dije: » me mataron», por la tremenda pelea que se escuchaba.
El día del pago
Tal vez debí negociar mi rescate pero nunca lo hice. No tenía capital para pagarlo. Era una cantidad de bolívares lo suficientemente grande como para llenar una maleta. En mi último día abrieron la puerta para decirme: «el pago viene en camino». Me inundó un sentimiento terrible de duda y automáticamente sentí algo que no me pasó antes: la real posibilidad de que podían matarme o sufrir aquello de «ahora que nos dieron el dinero, queremos más». Me preocupaba el momento del rescate. Siempre me pasó por la mente que acabarían conmigo y me dejarían enterrado en un sitio donde jamás me encontrarían. Perdí el control de todo los músculos de mi cuerpo, entre esos el esfínter. Ni párpados, boca o brazos funcionaban. Nada en mi cuerpo me obedecía. Varias horas pasé así.
No ha habido una experiencia tan desesperante como esperar qué pasaría conmigo mientras terminaban de contar el dinero. Al rato abrieron la puerta de nuevo: «vístete que nos vamos», escuché, y ahí terminé de perder el control. No sabía a dónde me llevarían y la incertidumbre me ahogó. Me dieron la ropa con la que entré y tardé horas en poder vestirme. Ya en el carro me pusieron lentes oscuros y me pidieron cerrar los ojos, pero no hacía caso. Me amenazaban con que sabían donde vivía, qué hacía y que me buscarían si declaraba ante la policía.
Pararon el carro en una calle principal, relativamente cerca de la estación de gasolina donde se encontraba mi contacto, quien viajó desde Maracaibo con el pago del rescate. Me pidieron no quitarme los lentes y me dejaron el carro prendido. Aunque me dijeron que no hiciera nada hasta que se fueran, ni los esperé. Me pasé, de una al asiento piloto y pisé el acelerador sin pensarlo dos veces. En treinta segundos ya estaba en la estación. Abrí la puerta del lugar y allí estaba mi contacto. No me acuerdo de nada después de eso. Lo único que recuerdo es montarme en el avión y sentirme tranquilo al despegar. Era irreal, había regresado.
Hoy digo que me iban a vender a las FARC por toda la propaganda que vi en esa casa. Si era para despistar funcionó. Si era un grupo encargado de venderle secuestrados a las FARC nunca lo podré saber. Cuando sales de un secuestro tu vida cambia totalmente. Tus prioridades ya no son las mismas y algunas cosas ya no tienen sentido. Todo parece una gran cruel lección. Mi estatus económico empeoró y por mucho tiempo recibí los golpes de la suposición de un auto-secuestro. Especulé por mucho tiempo que alguien hubiera vendido mi información hasta que un día recibí una llamada a mi celular y sin más me preguntaron: ¿quieres saber quién te vendió?» Era el líder del grupo, aquel que intimidaba. Me preguntó cómo había llegado y cómo estaba.
Meses después y en casa, mi tía se me acercó con el periódico y me mostró algo que jamás olvidaré. Con sólo ver la foto sabía que era el hombre de los ojos azules. Los habían atrapado en Maracaibo. Contaron que hicieron varios secuestros como el mío. Después de más de una década me doy cuenta que esto nunca se olvida. En la vida logras perdonar, pero nunca olvidar.