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Lasso, de cómo aprendí a cambiar al mundo

Lasso, de cómo aprendí a cambiar al mundo

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Lasso, de cómo aprendí a cambiar al mundo

Revista

26 febrero, 2018

MARTÍNEZ, Ram

“Hace algunos —bastantes— años atrás, estaba dejando a mi entonces novia en su edificio. Cuando estaba orillando el carro contra la acera, se me pasó un poco la mano con el ángulo, espichando uno de los cauchos. En mi defensa, manejaba una camioneta Caribe de 1988 con dirección hidráulica y delante del volante, estaba un incapaz: yo. Era la primera vez en mi vida que me pasaba esto de tener que cambiar un caucho y no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo —yo sé lo mismo de mecánica que de Bádminton sobre hielo—. Cuando me temía lo peor, del interior del edificio apareció un vigilante ofreciendo ayudarme. Siendo sincero, el caucho lo cambio él solito. Mi trabajo se limitó a hacer comentarios sobre los Tiburones de La Guaira y sonreírle nerviosamente a los carros que pasaban. Cuando terminó, le ofrecí lo que tenía de dinero. Honestamente, mi agradecimiento era tal, que le hubiese dado hasta mi virginidad —sí, era virgen. Tal vez el vigilante también debió haberme ayudado a convencer a mi novia—. En fin, él se negó rotundamente y sonriendo, me dijo: ‘Cuando veas a alguien que necesite ayuda, ayúdalo, así me pagarás el favor’. Luego, miró al cielo y se fue volando —es mi cuento y lo echo como yo quiero—. Unos meses más tarde, estaba dejando de nuevo a mi novia en dicho edificio. Sin embargo, las circunstancias habían cambiado: estábamos en hora pico y el palo de agua que caía parecía bíblico. Doy la vuelta en la redoma y, cuando estoy bajando para tomar la autopista, diviso una diminuta señora caminando lentamente entre los ríos de lluvia que se deslizaban calle abajo. Se intentaba cubrir del diluvio con una revista, pero más bien, generaba una serie de cascadas sobre su cuerpo a 360 grados. Me detengo a su lado, abro la puerta de par en par y la invito a subir. No tuve que decirle dos veces para que accediera y aceptara mi ayuda. Me ofrecí para llevarla hasta su destino. En vista del abundante tráfico que había en la ciudad, nos contamos el uno al otro casi todas nuestras vidas. Entre muchos temas de conversación que surgieron, le pregunté si trabajaba en alguno de los edificios. Me dijo: ‘Si, tanto mi esposo como yo, trabajamos aquí, pero él está resfriado, y hoy no fue a trabajar’. ‘Mi esposo es vigilante del edificio’. Ese vigilante y esa señora me enseñaron que ninguna buena obra es demasiado pequeña para cambiar al mundo”.