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“A mis ochenta y dos años he regresado a cuando tenía quince, siendo el joven nervioso, alegre y feliz que siempre he sido”, comenta al otro lado del teléfono un ser orgulloso de su vida. Tan interesante como su obra, la historia de Víctor Valera es la de una eterna superación artística y personal: “Cuando niño dibujaba hasta en los muros, aunque eso me valiera un regaño. De joven me fui de Maracaibo huyendo de la pobreza y la miseria. Al viajar en uno de los ferrys rumbo a Caracas, un grupo de reclutas pasó frente a mí y sin más decidí ingresar al Ejército”. En el servicio militar llegó a pertenecer a la Guardia de Honor del entonces presidente Rómulo Gallegos. Sin embargo, ésto no podía saldar la deuda que mantenía pendiente con el arte. Tras probar suerte en Caracas, aquel adolescente que una vez se fue a la deriva, regresó a Maracaibo convertido en un hombre dispuesto a dejarse llevar por su verdadera vocación. En la Escuela de Artes Plásticas coincidió con Jesús Soto, una amistad que lo marcaría por siempre: “Él era mi compañero, lo que pasa es que se volvió un genio”. Fue el maestro zuliano del cinetismo quien lo incitó a viajar a París para ser ayudante de grandes artistas, experiencia que le regaló lecciones de humildad y sencillez. A su retorno en 1956 nada sería igual; su decisión de adoptar el hierro como la esencia de sus obras lo convertiría en un pionero de la escultura y la pintura nacional, digno de elogios y honores: “Cada vez que hablo de mí, poco ha faltado para que de mis ojos brote una lágrima, al ver que de la nada me he hecho un hombre. Ni los halagos ni las molestias me han tumbado. He vivido intensamente como para saber que la vida tiene que tener amarguras, triunfos, tristezas, soledades y alegría. De modo que sé que el día que cierre mis ojos para siempre, habré hecho todo lo que he querido, pues no hay otra cosa que me haya estremecido tanto como lo hace el arte en mí”. A.B.