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Ana Torroja, Calcuta 1994

Ana Torroja, Calcuta 1994

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Ana Torroja, Calcuta 1994

Revista

La delicadeza y profundidad de Ana Torroja trasciende las canciones de Mecano. Son fiel reflejo de una artista que percibe intensamente todo a su alrededor con una elocuencia hipnótica, cautivadora. Nos relata su experiencia en Calcuta, a mediados de la década de los años 90, un viaje que lleva clavado en su corazón.

26 febrero, 2018

DORAL, Bernado

Fui a a Calcuta en uno de esos momentos de la vida donde quieres huir de todo lo que te rodea, pero en el fondo estás huyendo de ti mismo. Lo curioso es que casi toda la gente que conocí allí, había llegado por la misma razón… UN DESAMOR. En mi caso ese no fue el único motivo, porque siempre había querido ir a la India y en concreto, a conocer el trabajo de la Madre Teresa y ayudar como voluntaria, pero sí fue la excusa que necesité para escaparme. Cuando bajé del avión ya percibí ese fuerte olor a especias mezclado con Zotal, el cual me acompañaría durante toda mi estancia. Tomé un taxi hacia el hotel y por el camino comencé a ver esa mezcla de pequeñas y destartaladas chabolas entre edificios coloniales medio en ruinas. Coloridas y descuidadas tienditas, entre un ir y venir de mujeres vestidas con sus impecables Saris, y otras, con lo que podían. Hombres con camisas blancas sentados a la sombra jugando a las cartas, charlando, atendiendo a los clientes o simplemente viendo pasar la vida. Niños jugando y refrescándose con el agua que salía, a fuerza de manivela, de esas fuentes antiguas que recordaba haber visto de niña. Hacía calor. Llegué al hotel, una casa sencilla, pero muy agradable, donde me recibieron amablemente. Me di una buena ducha y salí a comer algo. Caminé por la calle de tierra rojiza hasta el lugar que me habían recomendado en el hotel, un café estilo europeo donde podías comer muy barato y alimentos sin picante, cosa que facilitaba bastante mi estancia ya que mi estómago no toleraba bien tanto condimento. Después descubrí que el “lassi”, yogurt líquido que toman ellos, me ayudaría a disfrutar, también, de la comida hindú. Durante el almuerzo conocí a muchos voluntarios que me fueron informando de los diferentes centros de la Madre Teresa donde podía ir a ayudar. El trabajo empezaba muy temprano, así que como ya era tarde, ese día me dediqué a recorrer un poco los alrededores, cámara de fotos en mano, y a descubrir los contrastes de una ciudad que fue bella e importante pero que, en esos años, había entrado en total decadencia. Aun así, a pesar de la pobreza extrema de muchos, la gente todavía sonreía. Sentía la necesidad de ayudar a todos, especialmente a esos niños juguetones de ojos negros y mirada penetrante, que se enganchaban a mi pidiendo dinero. Pero había una regla que no debías saltarte: no darles dinero. Podías darles comida, leche, galletas, pero nunca dinero. Así que eso era lo que hacía. Todas las tardes, al volver, tenía algo preparado para ellos. “Anti, Anti”, me llamaban, y se enredaban en mi, a veces a punto de tirarme, para recibir su merienda. Al día siguiente sobre las 5 de la mañana salí, acompañada por otros voluntarios, a uno de los centros que estaba más cerca del hotel. Fuimos a pie entre callejones que empezaban a despertar, y cruzamos un puente en el que había unas cosas negras, con forma de hamburguesa, esparcidas por las aceras. Aún estaba obscuro y no se veía muy bien, pero me explicaron que era excremento de animal que se dejaba secar al sol y que los más pobres utilizaban como aislante o carbón. Era admirable. Al cabo de media hora llegamos a una casona muy grande, de color rosado, con varias salas diáfanas y austeras llenas de camastros donde, separados, vivían hombres y mujeres. Las monjas nos recibieron y, sin mucho preámbulo, nos dieron instrucciones de lo que había que hacer. Muchos de los enfermos no se podían mover, ni siquiera para ir al baño, así que lo primero que había que hacer era recoger, con unas escobas hechas a base de pequeños palos, todos los restos de esa noche y limpiar con Zotal los suelos. Después había que lavar a los enfermos, vestirles y poner una sábana limpia, eso si tenían suerte de tener sábanas. A veces dormían sobre los colchones de plástico y, con el calor, se les hacían unas llagas enormes en el cuerpo. Las monjas no podían con todo, así que ayudábamos a lavar la ropa, a darles de comer, fregábamos los platos con ceniza… Era difícil ver todo aquello, pero estabas ahí para ayudar y, sobre todo, para dar cariño a esas personas que ni siquiera tenían eso. Nadie iba a visitarlos. Hablaba con ellos, aunque no nos entendiéramos, pero solo con abrazarles, tomarles de la mano, acariciarles, o simplemente mirarles con amor, ya te lo agradecían eternamente. Esas sonrisas, casi sin fuerza, de agradecimiento, las llevo clavadas en mi corazón. Fueron muchos días, y fui a distintos centros: quemados, leprosos, deficientes mentales. Cada lugar era una experiencia nueva que te llegaba a lo más profundo del alma, me di cuenta de que mi problema era tan insignificante, que ni siquiera me acordé de él. La entrega total a esas personas tan vulnerables e indefensas le daban todo el sentido a ese momento de mi vida. Cuando tomé el avión de regreso, lloré, lloré, lloré…